En la época de los barcos de carga, la ausencia de agua potable y los vientos de direcciones variables, hombres y mujeres pegaron ladrillos y plantaron parras para rendir al nomadismo y vivir en su propia simulación. Crearon su paraíso posible alejándose al sur de su pasado, a kilómetros de distancia de sus otras vidas. A costa de borrar médanos y correr los límites de la brava fauna local, esas primeras casas crecieron en un siglo que las acobijó en la falda de un puerto de madera primero y de un tótem de aluminio después. La recurrencia de la llegada de las ballenas durante varios inviernos fue el aviso que hizo que el simulacro mutara. A la misma velocidad con que el avistaje pasó de un bote a una flota, esas casas envejecieron y fueron abandonadas a su suerte por decenas de herederos desangelados que las vendieron al Real State. En esa época veloz entonces, las ballenas pasaron de anunciar el invierno a promocionar la primavera del desarrollo inmobiliario.
